
El Ceibo en Flor
Ganador/a de Categoría Mayores: Noelia Juliana Terlecki
Escuela B.O.P N° 32 de Azara, Misiones
Antes de que existiera siquiera la idea de una escuela en ese terreno de Azara, el
lugar era apenas un baldío polvoriento que cambiaba de rostro según el punto de vista de
quién lo observara con detenimiento y según sus intereses. Algunos lo veían como campo
de prueba, otros como huerta, lugar de juegos, y otros un sitio marcado por la tragedia. Pero
en el centro de todo eso, crecía un ceibo.
Se desconoce cómo y quién plantó ese Ceibo, solo se puede decir que no es un árbol
cualquiera. Su tronco tiene una forma extraña, como si una mano gigante lo hubiera torcido
suavemente mientras aún estaba en pleno crecimiento. Las flores, siempre rojas como el
fuego de un atardecer misionero, parecen abrirse ampliamente más que las de otros ceibos,
y a su alrededor siempre se siente una brisa distinta, como si el aire susurrara historias en
lugar de aire puro y limpio.
Los vecinos mayores lo recuerdan bien. Son varias las anécdotas que encierran la
vida de esta planta nativa, única e inigualable. Y como cada persona es diferente y tiene su
historia, este árbol también tiene unas increíbles:
Don Miguel relató: “Durante mi adolescencia, solíamos venir a jugar en el terreno con mis
amigos, nos escapábamos en el horario de la siesta, y veníamos en grupo. En este lugar,
Gendarmería hacía pruebas de tiro. Las balas rebotaban en una montaña y eran enterradas
en el mismo lugar. Un día, decidieron cerrar esa zona, para que la población no
desenterrara las balas perdidas o cartuchos”, así lo relataba el vecino que vivía a tan solo 5
(cinco) cuadras de la escuela. “Ese ceibo ya estaba. Flaco, chiquito... pero estaba. Yo lo
miraba y pensaba: 'Pobre arbolito, indefenso. Quizá alguien lo regaba, algún vecino lo
plantó, o simplemente creció solo. Y mire usted, aguantó.”
Doña Tere, otra vecina y portera de la escuela, comentó que ese árbol tiene más de
15 (quince) años, la escuela se creó mucho después y, seguramente ese árbol, tiene más
años de lo que aparenta. Sufrió heladas, vientos fuertes, calores extremos, la sequía más
severa de todos los tiempos. Sin embargo, cada invierno, sus hojas caen y vuelven a brotar
con más fuerza. “Mi papá plantaba mandioca ahí. Todo ese terreno era bueno, tierra fértil.
Ese ceibo no estorbaba. Al contrario, nos daba sombra cuando descansábamos del trabajo.
Mi hermano hasta le había puesto un nombre: 'El Testigo'. Porque decía que ese árbol lo
veía todo.”
Sin embargo, no todas las historias eran alegres...Alguna vez, alguien —nadie quiere
decir el nombre— quizá por miedo, respeto a la familia o simplemente porque desconoce la
razón, comentó que un vecino de la zona, se quitó la vida bajo las ramas de esa planta.
Algunos vecinos, cuentan que fue al atardecer, cuando el ceibo parecía arder con las
últimas luces del sol, el pueblo quedó en silencio, y un grito estremecedor sacudió al barrio.
La esposa que buscaba a su pareja, vio la escena desgarradora, y no logró contener su
dolor. Desde entonces, algunos evitaban pasar de noche por ahí. Otros decían que, en
noches sin luna, se podía ver una sombra sentada al pie del árbol, como esperando algo.
Otros, que al pasar por allí sienten una profunda tristeza. Creen que es el alma de esa
persona. Los abuelos antes creían que si alguien se quitaba la vida, el alma se quedaba en
la tierra ‘penando’. Muchas son las versiones de esa historia, pero nadie quiere revelar el
verdadero misterio detrás de esa muerte. Los años pasaron, y el ceibo siguió. Quieto,
silencioso, creciendo fuerte.
Cuando finalmente se construyó la Escuela BOP 32, muchos pensaron que lo talarían.
Pero no. -dicen que fue un maestro joven, el famoso director Juan Domingo Barczuk—
quién insistió en conservarlo. “Ese árbol tiene historia”, dijo. Y así, el ceibo se quedó, esta
vez como guardián de un nuevo capítulo.
Hoy, los varones que tienen Educación Física, se refugian en su sombra, cuando hace
mucho calor. Las flores caen sobre mochilas, cuadernos y sueños. Y aunque ellos no
conozcan todas las historias que esconde ese tronco torneado, el ceibo las recuerda por
ellos.
La portera, doña Tere, es una de las primeras en llegar cada mañana, antes que el sol
se levantara del todo. Siempre pasaba un rato frente al ceibo, como saludándolo. Ella no
solo cuidaba puertas, también cuidaba historias. “Acá, donde ahora ustedes hacen fila para
izar la bandera”, les decía a los chicos, “antes los vecinos venían a plantar. Mandioca. Con
lluvia o con sol, cavaban con palas viejas, sembraban a mano y compartían el mate bajo
ese mismo árbol, el ceibo”
Contaba que las familias del barrio traían a sus hijos a ayudar, que se escuchaban risas
entre surco y surco, y que el ceibo era como un centinela silencioso, vigilando las cosechas
y los juegos. Algunos decían que las flores del ceibo caían justo cuando la mandioca estaba
lista para arrancar. “Era como si el árbol avisara”. “Por eso este lugar tiene fuerza”,
afirmaba. “Porque fue trabajado con manos buenas, sufrido con lágrimas reales y ahora,
lleno de risas nuevas. Y el ceibo... el ceibo lo vio todo.”
Los estudiantes, al principio, no le prestaban mucha atención. Pero con el tiempo,
algunos comenzaron a mirar al árbol con otros ojos. No faltaba quien, antes de una
evaluación, pasara la mano por su corteza como buscando suerte. O quien, en silencio, se
sentara bajo sus ramas a pensar, a escribir, o simplemente a pasar el tiempo con alguien,
compartir un tereré o mate.
Y así, en medio del ruido, de las historias mal contadas y de los rumores de un nuevo
barrio que crecía a pasos agigantados, el ceibo sigue allí.
Firme.
Vivo.
Guardando secretos.
Contando historias con cada flor que cae.
-FIN-